Reprendiste a las naciones, destruiste al malo, borraste el nombre de ellos eternamente y para siempre. – Salmo 9:5.
• Cristo Jesús… Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre… para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra. – Filipenses 2:5, 9-10.
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El hombre, desde el comienzo de su historia, quiso «hacerse un nombre». Por su desobediencia a Dios, su buena relación con él fue interrumpida. Desde entonces, para el hombre Dios sólo es un juez a quien uno trata de olvidar para hacer de la tierra un campo de diversión y de fiestas sin Dios. El hombre, privado de la gloria de Dios y llevado por su orgullo, quiso construir la ciudad y la torre de Babel cuya cima llegase hasta el cielo. Buscaba su gloria personal: “Hagámonos un nombre” (Génesis 11:4).
De este modo el hombre muestra cuál es la raíz del mal que está en su ser; e impulsado por el orgullo que fue despertado en él por la sugerencia de Satanás: “Seréis como Dios” (Génesis 3:5), trata de engrandecerse. Hace de su propio nombre el centro de sus pensamientos, del mundo y de su sistema.
La pretensión del hombre lo ciega, lo conduce a despreciar la Palabra de Dios y el único nombre mediante el cual puede ser salvo. La fe, por el contrario, siempre se apoya en esta Palabra divina. ¡Qué precioso es el nombre de Jesús, “nombre que es sobre todo nombre”, para el creyente! Se inclina y adora a aquel que lo lleva. Pronto, en el nombre de Jesús, toda rodilla se doblará y toda lengua reconocerá que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
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