domingo, 31 de julio de 2011

En el Restaurante




Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos,
y las revelaste a los niños.

Mateo 11:25.

Si es que habéis gustado la benignidad del Señor.
1 Pedro 2:3.


Sentado a la mesa en un restaurante, un palabrero se esforzaba por demostrar científicamente que la Biblia no es más que una colección de leyendas. En la mesa vecina otro cliente lo escuchaba, mientras terminaba de comerse una naranja. Entonces lo interpeló: –Dígame, ¿Estaba rica la naranja que me acabo de comer?

       –¿Cómo puedo saberlo?, contestó el interpelado, ¡Usted fue quien se la comió, no yo!

       –Pues bien, esto es justamente lo que le reprocho, repuso el creyente. Usted habla de cosas que no ha gustado personalmente.

       Se puede analizar científicamente la composición del aire, pero este conocimiento no oxigenará nuestros pulmones ni nos hará vivir. El examen del contenido de un vaso de agua no nos refrescará. De igual manera, el conocimiento intelectual de las verdades cristianas no hará creyente a nadie. Así como es necesario comer la naranja para saber si está buena, respirar el aire para vivir y tomar el vaso de agua para quitar la sed, se debe creer la Palabra de Dios para recibir lo que ella da: la vida eterna.

       Dios nos dio una inteligencia para comprender la verdad divina, pero ante todo, desea que ésta penetre en nuestra conciencia y en nuestro corazón. ¿Por qué no creer sencillamente las declaraciones de la Palabra de Dios? El amor de Dios no se explica, se experimenta. Los que han aceptado a Jesús como Salvador lo saben.