Dios nuestro Salvador… quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. – 1 Timoteo 2:3-4.
• He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. – Apocalipsis 3:20.
En 1975 estuve como ayudante en una familia creyente. Admiraba mucho a la madre de familia, quien criaba a sus hijos con amor y sencillez. Me impresionaba que orásemos antes de las comidas.
En 1980 mi padre me pidió que le consiguiera una Biblia. Dos años después murió en paz con Dios. Después del entierro mi madre me devolvió la Biblia, pues le incomodaba que este voluminoso libro le ocupara mucho espacio. Yo la dejé en un rincón y no la abrí durante dos años, pero un buen día empecé a leerla. Aunque no comprendía casi nada, no podía dejar de leer. Leyendo el libro de Proverbios, todos mis pecados salieron a la luz.
Desde que abrí esa Biblia tuve ganas de volver a ver a la madre de familia en cuya casa había trabajado. Entonces fui a una reunión cristiana para encontrarme con ella, pero me equivoqué de lugar y no la vi. ¡Sin embargo, fue ese 18 de noviembre de 1984 el día más hermoso de mi vida! Lloré desde el principio hasta el final de la reunión.
Todavía me acuerdo de algunas frases: «El Señor Jesús es tu amigo, pues él también sufrió y pasó por la tentación. Háblale y dile qué es lo que te oprime el corazón…». El Señor, con mucha dulzura, me acercó a él. Entonces oré: «Señor, te abro la puerta de mi corazón». Al salir de la reunión, las lágrimas todavía corrían por mis mejillas, ¡Pero eran lágrimas de alegría!