• Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor.– 1° Samuel 2:8.
• Oh Señor… amargura grande me sobrevino en la paz, mas a ti agradó librar mi vida… – Isaías 38:16-17.
Para una naturaleza egoísta como la nuestra es difícil creer en un amor tan desinteresado como el de Dios. Él creó al hombre a su imagen y lo colocó en un paraíso, pero la criatura se apresuró a desobedecer y a rebelarse contra su Creador. Entonces Dios, durante siglos, trató de tocar el corazón y la conciencia de los hombres. Al final envió a su amado Hijo unigénito a la tierra, en donde fue rechazado y odiado desde el día de su nacimiento. A pesar de los múltiples milagros que muestran la gracia y el amor de Jesucristo, el mundo se unió contra él para entregarlo a la muerte, como un malhechor.
¿Cómo respondió Dios a tanto odio? En virtud de la sangre de Cristo vertida en la cruz, perdonó a todos los que aceptan su gracia y ponen su confianza en Jesús. Hizo de ellos sus hijos y les dio una eternidad de felicidad en su compañía.
No podemos comprender tal amor, porque no tiene medidas humanas, sino una escala divina. Sin embargo se manifestó por nosotros, y repetimos con adoración: “El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Necesitaremos toda la eternidad para “comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura”, y para “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Efesios 3:18-19).
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