• No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte. – Eclesiastés 8:8.
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Un jefe de Estado iba a morir. Debía dejar todo: riquezas, autoridad sobre todo un pueblo, familia y amigos. Se había intentado todo para prolongarle la vida, pero los médicos más eminentes se reconocían impotentes. Sin embargo, nadie quería ceder en la lucha contra la muerte; la confusión reinaba: unos decían que estaba muerto, otros decían que estaba en un coma profundo pero reversible. Por medio de sofisticados aparatos se mantenían artificialmente algunas funciones vitales. Lo único que se debía hacer para que todo acabase era desconectar la máquina. Pero, ¿Acaso ya no había terminado todo? Y ahora, ¿Dónde está?
Un día Dios dijo al rey Ezequías en el esplendor de su gloria: “Ordena tu casa, porque morirás” (Isaías 38:1). Al ser advertido sobre el día de la muerte, uno puede poner su vida en regla. Ezequías, por su parte, oró y suplicó a Dios que le diese un plazo. Entonces obtuvo quince años suplementarios que no empleó del todo bien.
Cuando uno muere, el alma abandona el cuerpo. Al igual que una vieja envoltura, el cuerpo se destruye, pero el alma es inmortal. ¿A dónde va? Hay dos destinos posibles: ir con el Señor Jesús (Filipenses 1:23; 2 Corintios 5:8), privilegio de todo el que haya depositado su confianza en Jesús, o ir a la perdición, alejado de Dios, lo cual sobrevendrá a todo el que haya rechazado a Cristo. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).
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