jueves, 7 de julio de 2011

Dos Centuriones en el Evangelio (2 de 2)




El centurión que estaba frente a él (Jesús),
viendo que después de clamar había expirado así,
dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.

Marcos 15:39.


   El segundo centurión que se encuentra en los evangelios es el jefe de los soldados que vigilaban la crucifixión de Jesús y de los dos malhechores.

       Quizá fue él quien dejó a sus soldados burlarse tan cruelmente de Jesús, escupirle y golpearle la cabeza. Sin duda no era la primera vez que participaba en tal ejecución, pero esta vez no ocurrió como de costumbre. Ahí se hallaba un Hombre con una nobleza fuera de lo común: no respondía a las injurias, oraba por sus verdugos, pensaba en su madre, la cual confió a uno de sus discípulos, y alentó a uno de sus compañeros de suplicio.

       Después, en pleno mediodía, el sol se ocultó hasta que aquel que fue crucificado como “el rey de los judíos” exclamó solemnemente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Luego, mientras el sol volvía a aparecer, dando una gran voz, Jesús expiró, cuando en general los crucificados morían por asfixia y no tenían aliento para expresarse. Finalmente un terremoto sacudió las rocas y aterrorizó a los que presenciaron tal escena.

       Entonces el centurión reconoció ante todos: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Hasta el final los jefes religiosos se endurecieron en su odio contra Jesús y rehusaron reconocer quién era él. En cambio este soldado, a pesar de estar muy alejado de la religión judía, admitió las cosas como eran: sus ojos se abrieron ante la grandeza del Hijo de Dios hecho hombre. ¿Quién es Jesús para usted?

Dos Centuriones en el Evangelio 1ª parte




Respondió el centurión y dijo: Señor,
no soy digno de que entres bajo mi techo;
solamente dí la palabra, y mi criado sanará.

Mateo 8:8.

Por gracia sois salvos por medio de la fe;
y esto no de vosotros, pues es don de Dios.

Efesios 2:8.

No pensaríamos hallar en los evangelios dos de esos capitanes de la legión romana. Acostumbrados a mandar, por lo general eran déspotas, y el papel que desempeñaban en el ejército de ocupación no parecía disponerlos a volverse hacia Jesús, ese judío menospreciado aun por sus compatriotas.

       El primero es el de Capernaum (Mateo 8:5-13). Amaba a uno de sus criados que estaba muy enfermo. El centurión oyó hablar de Jesús, a quien llevaban a los enfermos y él los curaba (Mateo 4:24), pero el centurión no se creía digno de que Jesús entrara en su casa, ni aun de ir él mismo a dirigirle la palabra (Lucas 7:7). Sin embargo, decidió pedirle que sanara a su siervo con una palabra. Esta petición demostraba tal fe en el amor y el poder de Jesús, que éste, lleno de admiración, respondió inmediatamente.

       La forma de actuar de este hombre es un modelo para quien quiere acudir a Dios. Primero es necesario ser conscientes de que no merecemos nada. Nadie tiene derecho alguno que pueda hacer valer ante Dios. Todas nuestras justicias son como ropa sucia ante el Dios santo (Isaías 64:6). No obstante, se puede confiar en él: tiene tanto el deseo de curar como el poder para hacerlo. Él espera a que lo llamemos, como el leproso que acudió a Jesús y le pidió: “Señor, si quieres, puedes limpiarme… Y al instante su lepra desapareció” (Mateo 8:2-3).